El regreso de la DEA a Bolivia tras 17 años de ausencia ha generado expectativas y controversia. La administración del presidente Rodrigo Paz lo presenta como un paso decisivo en la lucha contra el narcotráfico, pero la realidad es que la sola presencia de la agencia estadounidense no resolverá el problema estructural que enfrenta el país.
La cocaína, según estimaciones del viceministro Ernesto Justiniano, se ha duplicado en producción en los últimos años, alcanzando cifras que bordean las 300 toneladas al año. Este alarmante crecimiento no es un fenómeno aislado: refleja décadas de permisividad, debilidad institucional y políticas que han privilegiado intereses políticos.
Bolivia no puede depender únicamente de la interdicción. Sin reformas internas profundas será inútil. Erradicar cultivos ilegales y desmantelar redes requiere un estado sólido, justicia independiente, controles anticorrupción y una estrategia que incluya desarrollo alternativo para las comunidades cocaleras. La experiencia de los últimos veinte años muestra que la tolerancia selectiva hacia la coca excedente ha permitido que mafias consoliden rutas de tráfico y operaciones sofisticadas.
El cambio cultural es tan importante como la acción policial. En regiones como el Chapare, la coca ha sido presentada durante años como un recurso económico legítimo y un símbolo identitario. Esta narrativa ha dificultado la erradicación y legitimado, incluso socialmente, la desviación hacia el narcotráfico. Es indispensable aplicar programas de prevención, educación y alternativas productivas para romper este círculo. Sin ellos, cualquier intervención, por sofisticada que sea, se limita a un efecto temporal, similar a parchar una grieta sin reparar la estructura.
La recuperación de la cooperación con Estados Unidos trae consigo un reto político: la percepción de soberanía y la resistencia de sectores cocaleros que se oponen a la DEA. El país debe gestionar esta tensión con inteligencia, evitando que la lucha antidroga se perciba como una imposición extranjera o como un conflicto cultural. La clave es que el estado boliviano recupere autoridad y confianza, mostrando que la política antidrogas responde al interés nacional, no a agendas externas.
Los datos recientes de incautaciones son un indicador de que la situación es crítica. En 2024 se decomisaron 66 toneladas de cocaína, el doble que en 2023. Este crecimiento no se puede enfrentar únicamente con la llegada de agentes extranjeros: requiere inversión en recursos propios, equipamiento adecuado, capacitación de personal y, sobre todo, un marco legal que sancione de manera efectiva a quienes participan en el tráfico.
El retorno de la DEA puede ser un elemento útil para mejorar el intercambio de información y coordinar operaciones, pero es solo un componente de lo que debería ser un plan integral. Bolivia necesita un enfoque que combine interdicción con reformas legales, desarrollo económico alternativo, fortalecimiento institucional y un cambio de mentalidad.
Sin un enfoque global, el narcotráfico seguirá reproduciéndose bajo la sombra de la permisividad y la ineficiencia estatal. La DEA puede entrar de nuevo al país, pero si no se reconstruye la estrategia interna, su presencia será una ilusión de control en un problema que exige mucho más que acción extranjera.