El Fondo Indígena no fue solo un desfalco multimillonario, fue la demostración más brutal de cómo un aparato político puede convertir la justicia en un arma de destrucción de vidas humanas. El caso Fondioc no debe recordarse únicamente como el robo de una suma cuantiosa a los más pobres, debe colocarse, sin eufemismos, en la categoría de violación flagrante de derechos humanos.
Lo que ocurrió con Marco Antonio Aramayo —cuyo pecado fue denunciar el caso— no fue una consecuencia colateral de un proceso mal llevado. Fue una decisión deliberada del Estado para castigar, escarmentar y destruir a quien se atrevió a revelar las entrañas de una maquinaria mafiosa que operó durante el gobierno de Evo Morales, con Luis Arce a la cabeza del ministerio de economía. El Fondo Indígena fue corrupción pero también fue represión, ensañamiento, tortura y muerte.
Aramayo ocupó la dirección del Fondioc apenas unos días cuando descubrió lo que tantos fingieron no ver: proyectos inexistentes, cuentas personales rebalsadas de dinero público, sobreprecios descarados, consultorías inventadas, dirigentes extorsionados o comprados. Denunció, habló, grabó, documentó. Y ese mismo día, sin saberlo, firmó su sentencia.
A Aramayo lo aplastaron hasta matarlo. Le abrieron más de 250 procesos, uno por cada irregularidad que él había denunciado. Fue trasladado a más de 50 cárceles y carceletas, humillado, desnudado, golpeado, abandonado sin agua ni comida, mantenido a la intemperie, obligado a viajar enfermo de Covid, expuesto a calor extremo, al frío del altiplano, a audiencias interminables sin abogado, y sometido a lo que expertos del ITEI denominaron “tortura sin contacto”, la misma metodología aplicada para quebrar presos en campos de concentración.
El gobierno encarceló al denunciante y protegió a los beneficiarios del esquema. A los operadores, a los facilitadores, a los responsables políticos. A quienes firmaron, ordenaron, cobraron y callaron. A quienes pintaron ovejas para simular razas, inventaron pueblos, desviaron millones a cuentas personales y usaron el Fondioc para cooptar y someter dirigentes. Ellos jamás conocieron la cárcel. Aramayo sí. Y murió dentro del sistema que lo trituró.
La detención de Luis Arce es tan justa como simbólica. No es solo la caída de un exmandatario. Es la primera vez que se toca la cabeza de un sistema que convirtió la corrupción en política pública y la represión en procedimiento estatal. Pero no basta con Arce. La ley debe alcanzar a todos los operadores que hicieron posible esta maquinaria de terror judicial: fiscales, jueces, ministros, técnicos, dirigentes, policías, autoridades y cómplices que actuaron como brazos ejecutores del ensañamiento contra quienes buscaban la verdad.
Reducir el Fondo Indígena a un acto corrupción es minimizar la tragedia. Fue un crimen de Estado. Fue violencia, tortura y muerte. Y mientras no se haga justicia, completa y transparente, Bolivia seguirá cargando la vergüenza de haber dejado morir solo al hombre que intentó salvar a los más pobres de un saqueo histórico.
Reducir el Fondo Indígena a un acto corrupción es minimizar la tragedia. Fue un crimen de Estado. Fue violencia, tortura y muerte. Y mientras no se haga justicia, completa y transparente, Bolivia seguirá cargando la vergüenza de haber dejado morir solo al hombre que intentó salvar a los más pobres de un saqueo histórico.