En Bolivia conviven dos formas muy distintas de entender el trabajo, la riqueza y el tiempo. No es una discusión cultural ni regionalista en sentido superficial; es una diferencia profunda de modelo empresarial. De un lado, el modelo extractivo de corto plazo, marcado por la lógica del golpe de suerte. Del otro, el modelo productivo de largo plazo, construido sobre inversión, ciclos y paciencia. Ambos esquemas chocan con fuerza y generan tensión a la hora de sepultar la herencia que nos ha dejado el MAS.
Simón Patiño es el símbolo más poderoso del primer modelo. Su ascenso fue vertiginoso. Desde que comenzó a trabajar en su propia mina hasta que descubrió la famosa veta que lo convirtió en millonario, pasó muy poco tiempo. No fue el resultado de décadas de acumulación productiva, sino de un hallazgo extraordinario en un sector donde la riqueza puede aparecer —o desaparecer— de un día para otro. Esa experiencia histórica dejó una huella profunda: la idea de que la prosperidad llega de golpe, por suerte, por una veta salvadora.
Ese imaginario sigue vivo en el occidente boliviano. El sueño del Cerro Rico no ha muerto. Persiste la expectativa de que, en algún momento, algo extraordinario devolverá la grandeza perdida: un recurso, un proyecto estatal, un precio internacional favorable, una renta inesperada. Es una mentalidad orientada al corto plazo, dependiente del extractivismo y, muchas veces, del Estado. Se invierte poco, se arriesga menos y se espera mucho.
El empresariado del oriente se formó en otro entorno. Aquí no hay vetas milagrosas. Hay tierra, clima, incertidumbre y tiempo. El productor agrícola siembra sin garantía de cosecha. El ganadero invierte sabiendo que una vaca tarda años en generar retorno: debe crecer, reproducirse, entrar en lactancia, enfrentar enfermedades, sequías o inundaciones. La agroindustria exige capital, tecnología, capacitación y una visión que no se mide en meses, sino en décadas.
El empresario cruceño —productor, industrial o agroindustrial— entiende los ciclos, acepta las pérdidas y planifica a largo plazo. Sabe que no existe la riqueza instantánea y que la libertad económica se construye con disciplina, reinversión y trabajo sostenido. Por eso, cuando se habla de eliminar subsidios, la reacción no es de rechazo automático. Hay incomodidad, sí, pero también comprensión: nada es gratis, todo se paga, y alguien siempre financia la distorsión.
Mientras en el oriente muchos aceptan el fin de los subsidios como una medida dura pero necesaria para reordenar la economía, en el occidente la resistencia es feroz. No solo por razones sociales, sino porque el subsidio encaja perfectamente en la lógica del golpe de suerte: un beneficio que llega sin haber pasado por el proceso productivo, una renta que reemplaza al esfuerzo de largo plazo.
Los últimos veinte años reforzaron esa mentalidad. El ciclo de altos precios y abundancia fiscal fue vivido como una confirmación del modelo: gastar hoy, repartir hoy, disfrutar hoy. Cuando la bonanza se acaba, el conflicto aparece. El modelo productivo, en cambio, está acostumbrado a la escasez, a los ciclos adversos y a ajustar sin dramatismo.
Bolivia no enfrenta solo una crisis económica; enfrenta una disputa entre dos formas de entender la riqueza. Un modelo que espera que la suerte lo salve y otro que acepta que el tiempo, el trabajo y la inversión son ineludibles. Mientras no se reconozca esta diferencia, el país seguirá atrapado entre la nostalgia del Cerro Rico y la paciencia del surco. Esa es, en el fondo, la verdadera lucha de los dos modelos.