
Qué sentiría Sabina Orellana, la ministra de cultura si llamaran “inquilinos” a todos los bolivianos que han emigrado a Argentina, Estados Unidos, Europa, Brasil, o los que se han venido a vivir a Santa Cruz, una tierra, que según sus propios conceptos, les pertenece a los originarios, no a los quechuas ni los aymaras, sino a los guaraníes, guarayos o yuracarés, muchos de los cuales están siendo desplazados y obligados a pasar hambre por el avance de los cocaleros que producen materia prima para los cárteles mexicanos y colombianos.
Orellana ha llamado “inquilino” al ex presidente del Comité Cìvico, Rómulo Calvo, algo que es muy triste, no sólo porque les hace un pésimo favor a los inmigrantes de todos lados, gente necesitada que se ve obligada a dejar su lugar de origen por culpa de polìticos intolerantes como ella, insensibles como ella, irresponsables como ella, odiadores como ella y sobre todo, ignorantes, porque lamentablemente no sabe que la cultura humana ha progresado gracias al intercambio, a la movilidad, al mestizaje y al encuentro de individuos de todos los rincones del planeta.
Si no se hubiera producido ese fenómeno, el ser humano todavía seguiría viviendo primitivamente, pensando que el mundo se reduce a su tribu, que su espacio se termina en sus propios mitos y prejuicios. Tal vez la ministra lo sabe o lo sospecha, pues estamos seguros de que tiene amigos, parientes o miembros de su familia más cercana que han tenido que abandonar sus pueblos para buscarse la vida en otro lado, donde les ha ido mejor, justamente porque no se han topado con gente tan obtusa como para tratarlos con tanto desprecio.
Lo más insano de este triste escenario, es que un gobierno, que supuestamente está llamado a promover la unidad y la convivencia pacífica, haya nombrado a una energúmena tan infame en un cargo tan importante, para que se encargue de inocular el veneno del odio entre los bolivianos, una política que viene soportando especialmente Santa Cruz, tierra que, como ninguna, ha sido la receptora de millones de personas de todas partes del país y del globo, sin que se haya registrado jamás un crimen de odio como muchos de los que se producen precisamente en el altiplano y los valles, donde las mafias políticas se han encargado de promover el primitivismo que no los deja crecer ni progresar.
Afortunadamente, la gente, el ciudadano común, el comerciante, el que trabaja, el que vive del intercambio, el que necesita relacionarse con otros, crear riqueza, generar cooperación, no se hace eco de semejantes barbaridades que pronuncia el vicepresidente y todos los hijos del odio que ha engendrado y que sueñan con una guerra civil, con promover la muerte y el derramamiento de sangre, porque ellos viven de eso, lucran con eso, se alimentan de eso. Son una desgracia para este país.